viernes, 11 de diciembre de 2020

Hum! Breve disquisición entre el arte novelesco y la tortilla de patatas





Normalmente estoy de buen humor.

Hoy estoy de un humor aceptable.

Mi humor mejorará en breve pues desde la cocina llega el olor de una tortilla de patatas con pimientos rojos que prepara mi mujer.

Probablemente las tortillas de mi mujer sean, en comparación, mucho mejores que mis libros. Pero yo no sé hacer tortillas de manera que debo conformarme con escribir libros. Los libros no son tan nutritivos, ni siquiera suelen tener la mitad de huevos de una tortilla de seis huevos. A pesar de ello, hay seres humanos, semejantes a mí, que andan sobre dos piernas y que tienen el cuerpo implume que prefieren una novela a ese maravilloso producto culinario orgullo de la cocina española y europea. ¡Allá ellos y su conciencia!

Dicho esto, se ha de reconocer que la tortilla española (en sus diferentes variedades) y las novelas tienen diversos puntos en común que no deben pasarse por alto. 

Por ejemplo, las dos necesitan de que el maestro que las produce tenga buen pulso, un orden mental adecuado y que le eche huevos al asunto. 

De todas formas, lo mejor de las tortillas de patatas (especialmente si son de cebolla) es que no llevan el nombre grabado. Son anónimas y ello supone un alivio para aquellos que tienen que aguantar al pesado del maestro tortillero o novelero y, también, evita ciertas situaciones un tanto extrañas al autor. 

Así, por ejemplo, hace unos días, mientras me desplazaba en metro por Barcelona, me encontré con un tipo curioso. Uno de esos que pertenece a la casi extinta especie de Homo sapiens lextor. Apenas quedan, de forma que le seguí con la mirada, con curiosidad científica. Yo estaba sentado, junto a la ventanilla y él, que se había levantado para bajarse en la siguiente estación, Paseo de Gracia, portaba dos libros bajo el brazo. Si hay algo en este mundo que arrastre mi mirada (y se pueda confesar) son los libros. No pude evitar el hecho de que mi vista leyese los lomos de los que esa persona portaba. Al hacerlo, el corazón me dio un vuelco. El más pequeño, el que llevaba pegado a la chaqueta, era Sin fronteras. Un corredor en tierra de nadie. ¡Mi novela! Aquella por la que gané el Premio Desnivel de Literatura hacía ya unos años.

- ¡Oiga!- le dije, al tiempo que hacía aspavientos para llamar su atención, pues comprobé que podía ver mi reflejo en la ventana.

Se volvió hacia mi. 

- ¿Sí?- preguntó sin convicción. 

Le respondí señalándole a los libros: 

- ¿Quiere que se lo dedique? Soy el autor.

El tipo me miró. Hizo lo propio con la portada del libro que llevaba encima y leyó "Don quijote de la Mancha". Le sonreí, quise decirle que no me refería, naturalmente, a ese, sino al otro, al que llevaba debajo. En aquel momento sonó el timbre que indicaba que las puertas del vagón se abrían. El hombre apretó el paso y no volví a saber de él. En aquel momento me hubiera gustado ser menos torpe en la cocina.

No sé que idea se llevó aquel lector sobre mí. Imagino que no muy buena. Sin embargo el lance me recordó a una escena de Luz Difusa, mi primera obra teatral,  en la que Miguel de Cervantes, en pleno siglo XXI,   le dice al  cliente de una librería si desea que le firme un ejemplar del Quijote. En este caso, Benito sí que aceptó. 

- ¿Quieres que te la dedique? - me pregunta mi mujer.

No hay equivocación posible esta vez. La tortilla del diámetro de un balón de futbol de primera división, ondea (sí, ondea) sobre el centro de la mesa.

- Por supuesto.

¿Cómo no voy a estar de buen humor?

Disfruten  de las tortillas y de las novelas, y lean Sin fronteras. Un corredor en tierra de nadie. Después de hacerlo se animarán a correr y podrán comer todas las tortillas de patatas (con cebolla o pimiento, a elegir) que les apetezca. 




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