lunes, 25 de mayo de 2020

NOS VEMOS EN EL INFIERNO (segunda parte:final)


Al principio no comprendí el enfado de José. Me había fijado en como la cesta salió rebotada y luego de volar unos metros quedó tumbada boca abajo.
Poco después nuestro guía se agachó y pasó la mano sobre la tierra removida del bosque. Entonces empecé a entender lo que había sucedido. Al mirar hacia delante comprobé que todo el suelo del bosque estaba "peinado", vuelto del revés en unos surcos que habían arrancado cuanto formaba el manto vegetal. 
Estaba claro, ese día no cogeríamos "rovellons", níscalos, pero eso carecía de importancia. En realidad habíamos salido a dar un paseo por el pinar. Si, además, conseguíamos unas setas, mejor que mejor pero si volvíamos de vacío no pasaba absolutamente nada.
          - Lo han jodido todo, los muy cabrones.
Entonces él nos explicó, como algunas brigadas de delincuentes se organizaban en grupos, montaban en furgonetas y armados de rastrillos expoliaban todos los montes para cargar doscientos o trescientos kilos de "rovellons" que valían entre mil y dos mil euros, lo que no estaba nada mal para un día de trabajo pero que no dejaba de ser un botín exiguo para una panda de ladrones. Lo peor de todo no era que se llevaran las setas (que solo hubiera sido una detestable forma de egoísmo) sino que para hacerlo destrozaban el bosque con sus rastrillos e impedían que, en muchos años, por aquellos lugares que ellos habían pasado volvieran a nacer níscalos. El dicho de "pan para hoy hambre para mañana" no podía ser más gráfico en este caso. 
          Ahora nos vamos al sur de China, a esa zona boscosa en la que se cría el pangolín. Este pequeño animal, cuya característica más visible es que, aunque mamífero, tiene el cuerpo recubierto de escamas lo que le da un cierto aire reptiliano. Es un bicho muy pacífico y su sistema de defensa consiste en hacerse una bola que evita que sus enemigos naturales puedan devorarlo. Una manera magnífica, sencilla y eficaz para defenderse de la mayor parte de sus depredadores. ¿De todos? De todos menos de uno al que no le mueve el hambre si no la creencia de creerse superior al resto de los animales, de estar convencido de que la tierra le pertenece. Un animal en el que sus gestos lo son casi siempre producto de la avaricia. Este es el más tramposo, inútil y cancerígeno de los depredadores. Me refiero, por supuesto, al hombre. A aquel que formando parte del engranaje del mercado explotará, robará, clonará, matará y hará lo que haga falta, según sus eufemísticas palabras, sea necesario para que el producto, en este caso el pangolín llegue al punto de venta y, como los níscalos de Soria (en honor a la verdad, se ha de consignar que no llegaron al mercado: la Guardia Civil interceptó, a unos pocos kilómetros de donde encontramos las huellas de su fechoría, a la furgoneta con las sabandijas delincuentes) genere unos modestos beneficios.
          Para ello el hombre seguirá al pangolín en los bosques y este, cuando se vea atacado, se protegerá convirtiéndose en la bola inexpugnable que le ha permitido vivir y sobrevivir en medios difíciles durante millones de años, en un proceso evolutivo, especialmente original si lo comparamos con los que han desarrollado el resto de mamíferos que pueblan hoy día la Tierra. 
          El cazador humano, ese depredador ciego que caza por avaricia y no por necesidad, que mata sin escoger a su presa entre los animales más débiles para favorecer la selección natural, se sonreirá ante esa maniobra de protección. Meterá en su saco al pangolín. Ese mismo saco que ya ha visto a centenares de miles de pangolines arrancados de la selva y convertidos en proteínas y en polvo de escamas. 
          Pero llegará un día, quizás no muy lejano, en el que uno de esos estúpidos depredadores bípedos, agotados de recorrer la selva china encontrará, por fin, un pangolín, el último de los pangolines, aquel que, cuando el humano sepa que es el único ejemplar que queda en el planeta, comprenderá su valor y cambiará cada gramo del pangolín por muchos gramos de oro.
          Ese hombre, esos hombres creerán que, simplemente,  dicen  adiós a la especie del pangolín. Entonces sacudirán los hombros y se pondrán en movimiento para buscar otro animal al que diezmar primero, exterminar después pero lo que no saben es que lo que están expresando no es un adiós sino un, cada vez más cercano para todos nosotros:
          NOS VEMOS EN EL  INFIERNO

          
          

miércoles, 13 de mayo de 2020

NOS VEMOS EN EL INFIERNO (primera parte)


Cuando uno era tiernamente joven ( y no solo de espíritu, es decir, de boquilla), de eso hace ya unos cuantos años, un grupo musical español, vasco para más señas, que respondía al nombre de Dinamita pa los pollos, popularizó una canción sencilla y pegadiza, sin más pretensiones que gustar y ser bailada por todos. De su letra, más allá de las cuatro palabras que conforman el título,  hasta el día de hoy, en que he acudido a Internet, no guardaba absolutamente ningún recuerdo pero su estribillo se repite, contra mi voluntad, en mi mente con machacona insistencia: 
Nos vemos en el infierno.
Se repite mientras contemplo como los albañiles trabajan frente a mi despacho, al otro lado de la calle, lo hacen provistos de guantes y mascarillas reglamentarias para protegerse del aliento de sus compañeros. 
Se repite mientras leo las cifras que hace oficiales el gobierno y que, seguramente a la baja, hacen referencia a los estragos que la pandemia genera.
Se repite mientras pienso en mi compañera de pupitre durante los cuatro años de instituto, la doctora intensivista Mari Cruz Martín Delgado, directora de la UCI en el Hospital de Torrejón de Ardoz que lucha cada día, junto con todos sus compañeros, por salvar el mayor número de vidas posibles.


Pero hoy no escribiré sobre lo que todos tenemos, más o menos presente, respecto de la situación que vivimos. Hoy quiero ir un poco más lejos. Al principio, la causa, el origen primero. Ahí es a dónde quiero acercarme. 
¿Y cuál es el origen primigenio, primero de todo ello? No vamos a escribir, por el momento, esa palabra de dos sílabas que comienza por "v" y que todos tenemos ya revoloteando por las circunvoluciones de nuestra corteza cerebral. Eso sería una respuesta ingenua, aunque en ella se incluyeran datos precisos como que su medida es de una millonésima parte de milímetro y se da un cierto aire regio, monárquico. 
Sí, pensarán algunos, aunque no quieras nombrarlo,todos sabemos quién está detrás de todos los infectados, de la muerte de tantas personas. No lo pronunciamos porque no te queremos aguar tu entrada, así con una sencilla palabra... Es cierto, es el virus, el coronavirus, ya tristemente famoso, quien está detrás de esas cifras de personas que ya no nos acompañan. Pero no es el origen. Este es "humano, sencillamente humano", citando al filósofo.
Sé, por experiencia, que para encontrar una buena respuesta lo mejor es hacerse la pregunta adecuada, en nuestro caso la cuestión es ¿cómo funciona nuestro mundo humano?  La respuesta es que, independientemente del sistema económico, como un gran mercado y, cuando algo se vende, todos los elementos precisos, todos los recursos se emplean por parte de todos, absolutamente todos los implicados que puedan obtener algún beneficio para crearlo, fabricarlo, producirlo, cazarlo, recolectarlo, robarlo, clonarlo o lo que sea necesario para que llegue al mercado. Y esto es así hasta que, en algún momento, uno de los dos extremos de esta cuerda que tira de la humanidad se rompe. Eso significa que o bien el mercado deja de interesarse por el producto o bien este se ha agotado.
Hoy me centraré en lo que se ha terminado. 
Terminado para siempre.
Soy consciente de que podría poner centenares, miles  de ejemplos, algunos de ellos dolorosos (por lo repetitivo y cruel de su esquema) como es el caso de las diversas especies de peces que los ricos japoneses, en su insaciable voracidad, han exterminado en los últimos  años (pescados que, hábilmente, como llevan haciendo desde el siglo dieciocho, procuran pescar lejos de sus propios caladeros) pero creo que es mejor para todos los que leemos en español mirar hacia nuestra propia tierra, hacia aquello que muchos de nosotros hemos tocado con nuestras propias manos...
Hace ahora poco más de cinco años, en octubre de 2014, me encontraba, con la familia, en la provincia de Soria,  había aprovechado unos días de asueto para desplazarme hasta el pueblo de Abejar, a unos treinta kilómetros al oeste de la capital en dirección a Burgos. Pues bien, alguien picó con los nudillos a la puerta y dijo:
          - ¿Os puedo hacer una propuesta indecente?- sonrió.
La propuesta solo era indecente en el sentido de que era una proposición hecha a vuela pluma, es decir pensada y ejecutada. 
Aquel hombre, José, que justo acababa de pasar por delante de la puerta de nuestra casa pensó que nos gustaría acompañar la cena con unas setas recién cogidas. Así que nos invitó a coger una cesta de níscalos, Lactarius deliciosus, seta muy abundante en la zona. Mi mujer y yo aceptamos la invitación, nos calzamos las botas, cogimos  la navaja y nos colgamos la cesta en la parte interior del antebrazo. Al poco, salimos del pueblo y nos internamos en el bosque, en busca de  una parte de este que nuestro anfitrión conocía bien y sabía que las oportunas lluvias de septiembre habían empapado lo suficiente como para que en una hora llenáramos la cesta y, al regresar a casa, pudiéramos disfrutarlas colocándolas sobre una brasas, aderezados los níscalos con un poco de aceite y sal. 
Al llegar a una zona en que los pinos eran algo más jóvenes nos señaló un área con la mano y nos hizo entender que habíamos llegado. Se adelantó unos pasos por delante de nosotros, le vi mirar hacia delante y exclamar con toda la mala hostia que se gastan los castellanos cuando se enfadan: 
          - ¡Hostias! ¡La madre que los parió! - y lanzó la cesta contra el suelo.


viernes, 8 de mayo de 2020

HIKIKOMORI

Esta misma tarde, mientras contemplaba el pedazo de calle que se observa desde el despacho, he descubierto una escena que imaginaba extraña, excepcional y que, después de consultar algunas fuentes de información, no lo era tanto. Me refiero al hecho de que un niño no quería permanecer en la vía pública, aprovechar ese espacio de tiempo que se les permite a los más pequeños para relajarse del confinamiento a que han estado sometidos durante semanas. Para cuando escribo estas líneas ya hace unos días que a los niños se les permite salir. Sin embargo, mi infantil protagonista tira con fuerza de la mano de su progenitor y patalea para regresar a casa, para volver a encerrarse en su minúsculo cuarto.
          Hikikomori. En Japón, alrededor de dos millones de personas (en su mayor parte jóvenes) viven recluidos en sus viviendas, en sus dormitorios. Son los Hikikomori. Permanecen durante años aislados del mundo, sin atreverse a interaccionar con su sociedad, con sus semejantes. Son muchos, pero no son los únicos. En Estados Unidos el fenómeno comienza a ser incipiente y, si la tendencia se mantiene, cientos de miles de jóvenes Hikikomori comenzarán a sepultarse vivos en los hogares de Europa.
          Es posible que a algunos este comportamiento les sorprenda.
          A mí, una vez superada la sorpresa inicial de ver a un niño que no quiere seguir jugando en la calle, (de los japoneses me espero cualquier cosa, lo mejor y lo peor), no me intriga lo más mínimo. Lo considero natural. En el sentido de que es propio de nuestra naturaleza, de nuestro comportamiento etológico como animales que somos. Y no porque, durante estos largos días de encierro,  disfrute encarcelado entre cuatro paredes durante un buen montón de días. O me divierta especialmente el dedicarme a subir y bajar escaleras a saltos para mantenerme en forma y consolarme de las montañas a las que no he podido abrazar durante todo este tiempo.
          Si no me sorprende es por otro motivo.
          Uno que aprendí cuando todavía era un niño y que viene de la mano de una de aquellas largas temporadas que pasaba en la aldea cantábrica que ya he nombrado alguna vez. Y, si me lo permitís, os explicaré que mi abuelo solía sentarse todas las tardes, cuando regresaba de echar unas partidas a aquellos bolos, bolones, que se jugaban (y juegan) en el Plantío de Cervera de Pisuerga, en un sencillo banco de madera que él mismo había preparado con un tronco caído de chopo y unas cuantas piedras colocadas en cada uno de los extremos. Lo colocó debajo de un espino albar, que por allí llaman majuelo, y al llegar al pie de él, se sentaba, sacaba unos hojaldres, me los ofrecía para que me sentara a su lado y se llevaba el dedo a los labios para pedirme que guardara silencio. Al poco, escuchábamos un leve balanceo en las ramas cercanas.
          - ¿Ves?- me susurraba al oído- Ya está aquí el pajarillo.
          Y el ruiseñor, desde su rama invisible, como en los versos de Pushkin, comenzaba a cantar.
          Durante un buen rato permanecíamos en silencio, disfrutando de los trinos del cantor hasta que, en algún momento, me aburría y tiraba del fondo de los pantalones a mi abuelo que comprendía, muy a su pesar, que tocaba levantarse y regresar a casa. Algo que yo hacía a paso ligero de cabra legionaria, pues me imaginaba que alguno de mis amiguetes arrapiezos de entonces andaría zascandileando por los farallones de la peña, arrastrándose por los oscuros y húmedos recovecos de las cárcavas o haciendo el guaje por el río y, como es natural, ardía en deseos de unirme a ellos.
          Él, dócilmente, como abuelo que era, se incorporaba, el ruiseñor se callaba durante unos segundos y únicamente, cuando desde su ocultísima atalaya comprobaba que nos habíamos alejado lo suficiente, reanudaba su canto.
          Una tarde (y aquí es a dónde quería llegar) mientras permanecíamos sentados sobre aquel tronco, un hombre, al que yo había entrevisto en alguna ocasión, desde el cercano camino nos saludó en silencio y, a un gesto de invitación de mi abuelo, se sentó a nuestro lado.
          El ruiseñor cantaba y escuchábamos la hermosa sucesión de notas, trinos y arpegios que surgían de aquella avecita que parecía lucirse ante un auditorio sorprendido y entregado ante sus facultades. En algún momento, algo más tarde, el hombre se incorporó. Se despidió con un saludo sencillo, se enfiló hacia la aldea y caminó por el sendero que avanzaba paralelo al cauce del río.
          - ¿Quién es? - pregunté.
          - Es el Pajarero.
          - ¿El Pajarero?
          Para el niño de barriada industrial catalana que yo era entonces, aunque algo asilvestrado por mis largas temporadas de osezno cantábrico, ese apodo me resultaba un tanto raro; no entendí del todo a qué se refería mi abuelo. Estaba acostumbrado a que, entre ellos (las mujeres no lo permitían) se llamaran por el mote. Él, por ejemplo, era el Gitano, por ser tratante de caballos, luego estaba el Taparrajas, albañil, el Garduña, que andaba con las piernas algo encorvadas, Cadenas, que es mejor no explicar, y otros que prefiero no recordar, pero Pajarero, aunque sencillo, me resultaba desconocido. Cabía la posibilidad de que fuera su oficio, como le sucedía al operario que no muy lejos de nuestro banco mantenía el molino, y al cual todo el mundo conocía como el Molinero.
          - Sí, el Pajarero ¿Te has fijado cómo escuchaba?
          - Sí.
          - Siempre había sido un hombre muy aficionado a los pájaros. Así, mientras los demás hombres presumíamos de nuestros caballos o de la última partida ganada, él lo hacía de un pájaro. De un ruiseñor que cantaba como ninguno de los que he vuelto a oír.
          - ¿Mejor que este? - señalé hacia el majuelo.
       - Mucho mejor. Además aquel no tenía miedo de las personas y no callaba más que cuando llegaba la noche. Él lo tenía en su casa, dentro de una jaula...
          - Por eso le llamabais el Pajarero - interrumpí, listillo de mí.
          - No. Por aquella época le llamábamos José Luis que es su nombre de pila. Lo de Pajarero vino después.
          - ¿Cuándo?
       -  Después de la guerra, él pasó un tiempo en la cárcel, no mucho, unos pocos meses, pero durante el tiempo que permaneció entre rejas lo pasó tan mal que, lo primero que hizo en cuanto le soltaron y regresó a casa, fue coger la jaula con su ruiseñor, llevarla al campo, abrir la portezuela y dejar libre al pajarillo.
          - Y el pajarillo se escapó.
          - No. El ruiseñor no quiso salir de su jaula. De manera que él mismo lo sacó con cuidado de ella, abrió la palma de su mano y le pidió que volara.
            Se incorporó, apoyándose en la cachava,  del asiento. Miró hacia las ramas que nos cubrían y negó con la cabeza.
          - Me parece que este ya no va a cantar más.
          Seguimos el camino y, como era su costumbre, antes de cruzar el puente sobre el río Ribera (que se unía al Pisuerga unos trescientos metros más allá, por detrás de la casa de la sierra), se asomó para ver si encontraba algún ejemplar interesante entre las truchas que nadaban contracorriente.
          Me asomé también y disfruté de los peces que, con su lomo arco iris, saltaban veloces y potentes  para atrapar escurridizos mosquitos en el aire. Cuando caían, con su presa atrapada entre sus fuertes quijadas, me gustaba seguir los círculos que se formaban, al romper el cuerpo fusiforme del cazador la superficie de aquellas aguas cristalinas, y que la corriente transportaba, como una especie de dianas móviles, río abajo.
          Entonces, cuando una de esas dianas pasaba justo por debajo del puente, y se convertía en invisible para mi vista, me acordé:
          - ¿Y entonces el ruiseñor voló?
          Mi abuelo apartó la vista de las truchas, se volvió hacia mí y me contestó.
          - Sí.
          - ¿Dónde fue?
          -Voló de la palma de su mano al interior de la jaula.
         Tardé unos segundos en dibujarme mentalmente lo que me quería decir. Cuando lo comprendí le volví a preguntar.
          - Y eso ¿por qué?
          - Porque el ruiseñor ya no sabía ser libre y no lo sería nunca más, porque cuando uno se olvida de ser libre, quiere dejar de ser libre y es muy difícil lograr que alguien, ya sea un ruiseñor o una persona, vuelva a verse a sí mismo cantando sobre una rama y mirando al atardecer y a la noche sin miedo.
          Hace más de cuarenta años que esta anécdota tuvo lugar. Sin embargo, al rememorarla pienso en la mano abierta de el Pajarero con el ruiseñor sobre ella. Un ruiseñor que salta desde la piel blanca del humano solo para volver a su jaula. Y es, inevitablemente, la misma mano que el niño toma de su padre y de la que tira desesperado, con toda la fuerza de la que es capaz, para que le lleve de nuevo a su habitación.Quizás también  la misma mano que se abre y sobre cuya palma millones de padres japoneses  leen  escrita una triste  palabra japonesa: Hikikomori


     

sábado, 2 de mayo de 2020

Cargols (caracoles) a la llauna



En una de las esquinas de la selva meridional (sur-sudoeste) que cierra la espalda de mi hogar, hay, casi engullida por los ímpetus de la primavera, una vieja y desusada caseta de perro. Sí, es cierto que, para el día en que se escriben estas líneas, tan solo una de sus esquinas queda oculta por la enredadera, pero no es  necesario poseer un título de la Universidad de Cambridge, como ingeniero forestal, para intuir que, antes de que la estación termine, la madriguera quedará sepultada bajo un lecho de hojas de hiedra.
          Muy de vez en cuando me asomo a la caseta. No es fácil llegar hasta ella. Y no guarda nada especial para la familia. Es solo un mueble: mi perro (su legítimo propietario) no la utilizó nunca porque le parecía más oscura que el salón de casa y, sobre todo, porque prefería estropearnos el mullido estampado del sofá a dormir sobre la fría madera de su suelo.
          Sé que no todas las criaturas de la creación son tan desagradecidas, inteligentes y comodonas como mi perro. Eso  significa, que de vez en cuando, la casita tiene inquilinos. Unos "ocupas" que tienen poco que ver con ningún animal de los que yo imaginaba pudiesen hacer de esa destartalada construcción su refugio, su escondite vital.
          Alguien debería preguntarse (porque de lo contrario mi narración tendría que concluir aquí), y bien, Vicente, ¿de qué inesperado o inusual bicho nos estás hablando?
          Poco a poco.
         Hace un rato, por ejemplo. Hacía días, quizás meses que no husmeaba por los alrededores de lo que en sus orígenes iba a ser el refugio de Yago, ¿para qué? La caseta, ya se ha dicho, es una especie de adorno en el jardín. Hay quien coloca enanitos, otros prefieren Budas y es posible encontrar restos de la nave Apolo XI en alguna casa del extrarradio de Nueva York. Yo tengo la casita abandonada de un chucho y ello me hace muy feliz.
          Además, ya hace tiempo que la madera con que está construida se ha estropeado, de forma que un golpe inoportuno, cualquier constipado un poco fuerte que me afecte en sus cercanías puede provocar un colapso en su estructura y venirse abajo.
           Así que las excursiones hasta ella son escasas.
          Pero hace un rato, impulsado por una insana curiosidad de polilla, he ido hasta ella. Al hacerlo y asomarme he tenido la impresión de encontrarme en la puerta de atrás de uno de esos restaurantes en los que se sirve comida típica catalana.
          Alguien tendría que  preguntarse (porque de lo contrario mi narración debería concluir aquí), y bien, Vicente, ¿de qué comida nos estás hablando?
           Poco a poco.
          Relacionar la caseta del perro con un restaurante de comida típica (sea de donde sea) tiene sus riesgos pero, como la fortuna sonríe a los audaces, me la voy a jugar y seguiré con la narración de los hechos acaecidos en el jardín, en las cercanías del cuchitril perruno.
          ¿Y cuál ha ido el motivo? Pues, solo diré que me he encontrado con cáscaras, cáscaras y más cáscaras de caracol vacías. Lo primero que he hecho ha sido preguntarme de dónde diablos habían salidos tantísimos caracoles. Es cierto que, especialmente después de llover, veo alguno encaramado a la pared y, también que algunas mañanas, si uno se fija bien en el suelo, puede observar el rastro brillante de alguno de ellos que, repentinamente, termina por desaparecer. Pero eso no explicaba que los alrededores del chamizo perril se hubieran convertido en una catacumba de cáscaras, en una necrópolis de gasterópodos.
          Aquello no parecía un cementerio de elefantes, en el sentido de que los caracoles eligieran aquel lugar para morir en íntima soledad y alejados del mundanal ruido. Así que, puesto que la alternativa era redactar un estúpido trabajo de fin de máster, me puse a investigar el apasionante enigma de comportamiento animal (etológico) que se abría ante mí. Lo ideal hubiera sido disponer de una lupa y buscar pistas, como ese famoso detective inglés pero, como no disponía de ella, me limité a tomar una de las cáscaras vacías y examinarla con espíritu científico durante el tiempo que hiciera falta.
          Una cascara vacía suele dar bastante asco y, aunque no soy muy aprensivo, al ver aparecer una cabecita de su interior, la solté y dejé de observarla. Vamos, que no examiné ni deduje nada.
          Entonces, por pura intuición, decidí levantar la parte superior, el tejado abatible de la caseta, al hacerlo un par de bichos, que a mí se me antojaron enormes, aunque luego me di cuenta que no lo eran tanto, subieron reptando a toda velocidad por la pared interior y saltaron, desde el límite de esta al vacío, a la profusión de hierbas de todo tipo del jardín.
          Solo cuando les vi correr por la pared de hormigón armado, antes de ocultarse definitivamente entre la hiedra, caí en la cuenta de que aquello era un par de salamanquesas o dragones, dos cazadores estupendos, que habían elegido mi tranquilo vergel desordenado como Cuartel General,  y que, al fin y al cabo, mi primera impresión de que aquel lugar me recordaba a un restaurante de comida típica catalana, de esos que sirven "cargols a la llauna" no andaba errado por completo.



EL ORIGEN OCCIDENTAL

        EL ORIGEN OCCIDENTAL   Aunque algunos de sus capítulos muestren escenas de acción y al término de la lect...