miércoles, 13 de mayo de 2020

NOS VEMOS EN EL INFIERNO (primera parte)


Cuando uno era tiernamente joven ( y no solo de espíritu, es decir, de boquilla), de eso hace ya unos cuantos años, un grupo musical español, vasco para más señas, que respondía al nombre de Dinamita pa los pollos, popularizó una canción sencilla y pegadiza, sin más pretensiones que gustar y ser bailada por todos. De su letra, más allá de las cuatro palabras que conforman el título,  hasta el día de hoy, en que he acudido a Internet, no guardaba absolutamente ningún recuerdo pero su estribillo se repite, contra mi voluntad, en mi mente con machacona insistencia: 
Nos vemos en el infierno.
Se repite mientras contemplo como los albañiles trabajan frente a mi despacho, al otro lado de la calle, lo hacen provistos de guantes y mascarillas reglamentarias para protegerse del aliento de sus compañeros. 
Se repite mientras leo las cifras que hace oficiales el gobierno y que, seguramente a la baja, hacen referencia a los estragos que la pandemia genera.
Se repite mientras pienso en mi compañera de pupitre durante los cuatro años de instituto, la doctora intensivista Mari Cruz Martín Delgado, directora de la UCI en el Hospital de Torrejón de Ardoz que lucha cada día, junto con todos sus compañeros, por salvar el mayor número de vidas posibles.


Pero hoy no escribiré sobre lo que todos tenemos, más o menos presente, respecto de la situación que vivimos. Hoy quiero ir un poco más lejos. Al principio, la causa, el origen primero. Ahí es a dónde quiero acercarme. 
¿Y cuál es el origen primigenio, primero de todo ello? No vamos a escribir, por el momento, esa palabra de dos sílabas que comienza por "v" y que todos tenemos ya revoloteando por las circunvoluciones de nuestra corteza cerebral. Eso sería una respuesta ingenua, aunque en ella se incluyeran datos precisos como que su medida es de una millonésima parte de milímetro y se da un cierto aire regio, monárquico. 
Sí, pensarán algunos, aunque no quieras nombrarlo,todos sabemos quién está detrás de todos los infectados, de la muerte de tantas personas. No lo pronunciamos porque no te queremos aguar tu entrada, así con una sencilla palabra... Es cierto, es el virus, el coronavirus, ya tristemente famoso, quien está detrás de esas cifras de personas que ya no nos acompañan. Pero no es el origen. Este es "humano, sencillamente humano", citando al filósofo.
Sé, por experiencia, que para encontrar una buena respuesta lo mejor es hacerse la pregunta adecuada, en nuestro caso la cuestión es ¿cómo funciona nuestro mundo humano?  La respuesta es que, independientemente del sistema económico, como un gran mercado y, cuando algo se vende, todos los elementos precisos, todos los recursos se emplean por parte de todos, absolutamente todos los implicados que puedan obtener algún beneficio para crearlo, fabricarlo, producirlo, cazarlo, recolectarlo, robarlo, clonarlo o lo que sea necesario para que llegue al mercado. Y esto es así hasta que, en algún momento, uno de los dos extremos de esta cuerda que tira de la humanidad se rompe. Eso significa que o bien el mercado deja de interesarse por el producto o bien este se ha agotado.
Hoy me centraré en lo que se ha terminado. 
Terminado para siempre.
Soy consciente de que podría poner centenares, miles  de ejemplos, algunos de ellos dolorosos (por lo repetitivo y cruel de su esquema) como es el caso de las diversas especies de peces que los ricos japoneses, en su insaciable voracidad, han exterminado en los últimos  años (pescados que, hábilmente, como llevan haciendo desde el siglo dieciocho, procuran pescar lejos de sus propios caladeros) pero creo que es mejor para todos los que leemos en español mirar hacia nuestra propia tierra, hacia aquello que muchos de nosotros hemos tocado con nuestras propias manos...
Hace ahora poco más de cinco años, en octubre de 2014, me encontraba, con la familia, en la provincia de Soria,  había aprovechado unos días de asueto para desplazarme hasta el pueblo de Abejar, a unos treinta kilómetros al oeste de la capital en dirección a Burgos. Pues bien, alguien picó con los nudillos a la puerta y dijo:
          - ¿Os puedo hacer una propuesta indecente?- sonrió.
La propuesta solo era indecente en el sentido de que era una proposición hecha a vuela pluma, es decir pensada y ejecutada. 
Aquel hombre, José, que justo acababa de pasar por delante de la puerta de nuestra casa pensó que nos gustaría acompañar la cena con unas setas recién cogidas. Así que nos invitó a coger una cesta de níscalos, Lactarius deliciosus, seta muy abundante en la zona. Mi mujer y yo aceptamos la invitación, nos calzamos las botas, cogimos  la navaja y nos colgamos la cesta en la parte interior del antebrazo. Al poco, salimos del pueblo y nos internamos en el bosque, en busca de  una parte de este que nuestro anfitrión conocía bien y sabía que las oportunas lluvias de septiembre habían empapado lo suficiente como para que en una hora llenáramos la cesta y, al regresar a casa, pudiéramos disfrutarlas colocándolas sobre una brasas, aderezados los níscalos con un poco de aceite y sal. 
Al llegar a una zona en que los pinos eran algo más jóvenes nos señaló un área con la mano y nos hizo entender que habíamos llegado. Se adelantó unos pasos por delante de nosotros, le vi mirar hacia delante y exclamar con toda la mala hostia que se gastan los castellanos cuando se enfadan: 
          - ¡Hostias! ¡La madre que los parió! - y lanzó la cesta contra el suelo.


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