sábado, 2 de mayo de 2020

Cargols (caracoles) a la llauna



En una de las esquinas de la selva meridional (sur-sudoeste) que cierra la espalda de mi hogar, hay, casi engullida por los ímpetus de la primavera, una vieja y desusada caseta de perro. Sí, es cierto que, para el día en que se escriben estas líneas, tan solo una de sus esquinas queda oculta por la enredadera, pero no es  necesario poseer un título de la Universidad de Cambridge, como ingeniero forestal, para intuir que, antes de que la estación termine, la madriguera quedará sepultada bajo un lecho de hojas de hiedra.
          Muy de vez en cuando me asomo a la caseta. No es fácil llegar hasta ella. Y no guarda nada especial para la familia. Es solo un mueble: mi perro (su legítimo propietario) no la utilizó nunca porque le parecía más oscura que el salón de casa y, sobre todo, porque prefería estropearnos el mullido estampado del sofá a dormir sobre la fría madera de su suelo.
          Sé que no todas las criaturas de la creación son tan desagradecidas, inteligentes y comodonas como mi perro. Eso  significa, que de vez en cuando, la casita tiene inquilinos. Unos "ocupas" que tienen poco que ver con ningún animal de los que yo imaginaba pudiesen hacer de esa destartalada construcción su refugio, su escondite vital.
          Alguien debería preguntarse (porque de lo contrario mi narración tendría que concluir aquí), y bien, Vicente, ¿de qué inesperado o inusual bicho nos estás hablando?
          Poco a poco.
         Hace un rato, por ejemplo. Hacía días, quizás meses que no husmeaba por los alrededores de lo que en sus orígenes iba a ser el refugio de Yago, ¿para qué? La caseta, ya se ha dicho, es una especie de adorno en el jardín. Hay quien coloca enanitos, otros prefieren Budas y es posible encontrar restos de la nave Apolo XI en alguna casa del extrarradio de Nueva York. Yo tengo la casita abandonada de un chucho y ello me hace muy feliz.
          Además, ya hace tiempo que la madera con que está construida se ha estropeado, de forma que un golpe inoportuno, cualquier constipado un poco fuerte que me afecte en sus cercanías puede provocar un colapso en su estructura y venirse abajo.
           Así que las excursiones hasta ella son escasas.
          Pero hace un rato, impulsado por una insana curiosidad de polilla, he ido hasta ella. Al hacerlo y asomarme he tenido la impresión de encontrarme en la puerta de atrás de uno de esos restaurantes en los que se sirve comida típica catalana.
          Alguien tendría que  preguntarse (porque de lo contrario mi narración debería concluir aquí), y bien, Vicente, ¿de qué comida nos estás hablando?
           Poco a poco.
          Relacionar la caseta del perro con un restaurante de comida típica (sea de donde sea) tiene sus riesgos pero, como la fortuna sonríe a los audaces, me la voy a jugar y seguiré con la narración de los hechos acaecidos en el jardín, en las cercanías del cuchitril perruno.
          ¿Y cuál ha ido el motivo? Pues, solo diré que me he encontrado con cáscaras, cáscaras y más cáscaras de caracol vacías. Lo primero que he hecho ha sido preguntarme de dónde diablos habían salidos tantísimos caracoles. Es cierto que, especialmente después de llover, veo alguno encaramado a la pared y, también que algunas mañanas, si uno se fija bien en el suelo, puede observar el rastro brillante de alguno de ellos que, repentinamente, termina por desaparecer. Pero eso no explicaba que los alrededores del chamizo perril se hubieran convertido en una catacumba de cáscaras, en una necrópolis de gasterópodos.
          Aquello no parecía un cementerio de elefantes, en el sentido de que los caracoles eligieran aquel lugar para morir en íntima soledad y alejados del mundanal ruido. Así que, puesto que la alternativa era redactar un estúpido trabajo de fin de máster, me puse a investigar el apasionante enigma de comportamiento animal (etológico) que se abría ante mí. Lo ideal hubiera sido disponer de una lupa y buscar pistas, como ese famoso detective inglés pero, como no disponía de ella, me limité a tomar una de las cáscaras vacías y examinarla con espíritu científico durante el tiempo que hiciera falta.
          Una cascara vacía suele dar bastante asco y, aunque no soy muy aprensivo, al ver aparecer una cabecita de su interior, la solté y dejé de observarla. Vamos, que no examiné ni deduje nada.
          Entonces, por pura intuición, decidí levantar la parte superior, el tejado abatible de la caseta, al hacerlo un par de bichos, que a mí se me antojaron enormes, aunque luego me di cuenta que no lo eran tanto, subieron reptando a toda velocidad por la pared interior y saltaron, desde el límite de esta al vacío, a la profusión de hierbas de todo tipo del jardín.
          Solo cuando les vi correr por la pared de hormigón armado, antes de ocultarse definitivamente entre la hiedra, caí en la cuenta de que aquello era un par de salamanquesas o dragones, dos cazadores estupendos, que habían elegido mi tranquilo vergel desordenado como Cuartel General,  y que, al fin y al cabo, mi primera impresión de que aquel lugar me recordaba a un restaurante de comida típica catalana, de esos que sirven "cargols a la llauna" no andaba errado por completo.



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