viernes, 24 de abril de 2020

Un grifo que gotea


Una gota cae del grifo cerrado del jardín




           En una de mis obras de teatro, El cuaderno de Elisa, el eje central de la obra, lo que marca el transcurso del tiempo - y de paso le da al texto un aire de circularidad- es un grifo. En concreto, un grifo que gotea.
          Poco podía imaginar yo, en el momento de escribir aquellas páginas teatrales, que un nuevo grifo, esta vez real, no imaginado, el del jardín de mi casa, iba a catalizar mi relación entre el papel y la pluma, una Faber Castell que alguien me regaló, con la que escribo.
          El asunto del grifo empezó cuando un gorrión se posó a unos pocos metros de la tumbona (desde la cual contemplaba como el cielo azul de finales de abril se abría paso a codazos entre los maleducados nubarrones de estos días) sobre el grifo del jardín. El gorrioncillo se acicaló las alas, me miró y estudió. Quizás meditaba, en su certera intuición de pajarito silvestre, si yo encajaba en la categoría de depredador o no. Probablemente, mi bata gris y mis zapatillas de andar por casa me alejaron  de que se disparara su alarma genética ante el cazador  paleolítico que debe llevar impresa en alguno de sus circuitos pajariles. La cuestión es que decidió que su corpachón plumífero no me interesaba y se confió: ya no existía peligro en mi presencia. 
          Así que, bien sujeto por sus dedos curvos,  se colocó pico  abajo y comenzó 
a beber del grifo.
          ¡Bebía!    
          Él sació su sed y yo pensé que ¿cómo era posible que pudiera beber de ahí? El grifo estaba cerrado y no solo eso, la llave de paso del circuito externo de la casa también. Es decir, que aquel grifo estaba doblemente cerrado y aun así caía agua suficiente (tres o cuatro gotas al minuto) como para que un gorrión bebiera. 
          Todo lo cual me provocó un sincero estallido de armonía, de equilibrio con la naturaleza que me satisfizo. 
          En todo caso, para explicar mi reacción, debo contar algunos detalles domésticos...En mi jardín, la primavera adquiere conciencia y apariencia selvática. Soy poco dado a la poda y a los ornamentos florales. Las cuadrículas y el orden solo me gustan en el tablero de ajedrez. Eso lo saben, lo aprenden con inusitada facilidad todo tipo de aves y pajarillos a los que les gusta chafardear en el desordenado vergel que cierra la parte posterior de la casa. Sí, los pajarillos tienen vía libre para aterrizar (y otros detalles asociados a su metabolismo que no explico) pero lo más importante es lo otro, lo que de verdad tiene verdadero valor es lo que currucas, jilgueros, petirrojos y gorriones, entre otros paseriformes portan y transportan enredado en el plumaje. Me refiero a las semillas. Semillas que se adhieren a sus patas, a sus alas y que llegan de los cercanos bosques de pino mediterráneo, de encina, de alcornoque y , sobre todo, de los centenares y centenares de plantas, hierbas de todos los tamaños y colores que abundan en Llinars del Vallés y sus montaraces alrededores. Pues bien, estas semillas caen sobre la tierra cuando ellos vuelan o se posan en el jardín.
          Muy probablemente, algunas de las semillas, muchas, no prenden porque han caído demasiado pronto para ello, porque la tierra está seca o, tal vez, las torcaces a las que, desde el otro lado del cristal, descubro picoteando aquí y allá entre la hierba se las han zampado o se han pegado a sus patas. Pero siempre hay alguna que cuaja,que cae a tierra, se mezcla con ella y el agua llega en el momento justo y la semilla eclosiona, y todo lo demás.
          Esas semillas convierten mi jardín en un pequeño ecosistema, reflejo del que, un par de kilómetros hacia el norte crece como un magnífico ejemplo de bosque mediterráneo.
         Así descubro, de un golpe de vista, entre la hierba que crece desbocada como una adolescente en su primera noche de fiesta, la flor amarilla de la roseta de Portugal, la blanca corona de la margarita, los pétalos rojos y olorosos de la rosa silvestre, las florecitas blancas y tímidas  del majuelo y el paracaídas volador del diente de león, frente al cual cierro los ojos, pido un deseo y soplo.
          El pajarillo me miró sonreír sin motivo. Aleó un poco, como para estirar la musculatura de sus extremos emplumados, y voló.
         Le vi alejarse hasta desaparecer en el cielo, por detrás de los tejados. Me pregunté, me interrogué a mi mismo ¿que ofrecía yo a esas traviesas criaturillas aladas que me daban tanto?, ¿qué les daba a ellas que llenaban mi jardín de hermosas florecillas silvestres, de deseos por soplar y lo alejaban y exorcizaban del desangelado rectángulo tapizado de hierba artificial ¡vade retro Satanás! de los jardines que me rodeaban?
          Un grifo.
          Un grifo que gotea. 
          Un grifo que no pienso arreglar.






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