lunes, 8 de octubre de 2018

Cada mochuelo a su olivo

Masía de Can Cucurella

Buenos días, otoño...
Esta noche ha llovido.
El caminante, que a estas horas de la mañana lo es por partida doble - porque le gusta andar los caminos y le toca pasear al perro- siente, bajo sus suelas, como sus pisadas chapotean sobre la tierra húmeda, recién mojada,  incluso un poco embarrada. Escucha caer las gotas de lluvia que se quedaron abrazadas a la hoja de la encina y contempla, al otro lado de los amplios campos de maíz, como se adivina, más que verse, entre la niebla el lugar de Can Cucurella, masía y bosque, que da nombre al camino en que se rumian estas líneas.
Es primera hora de la mañana y no hay tiempo para mucho. Es hora de sacar al perro y poco más. En Llinars del Vallés, a estas horas, el personal anda ocupado en prepararse para  afrontar la nueva jornada de trabajo. Y echarse a andar a estas horas es casi un sacrilegio, una herejía, algo propio de aquellos maleantes del romanticismo que han de echarse al camino, antes de que salga el sol, para evitar que la justicia les eche el guante.
En fin, hablando en plata, que aparte de algún que otro jubilado madrugador y algún sonámbulo que tira de la correa de su gozquecillo gulusmeador, no se ve a nadie.
Como siempre,Brau, un chucho beagle con muy malas pulgas, ladra con impertinencia hasta que su dueño se cansa, le arrea una patada  y lo llama al orden. Su compañero, otro beagle, ciego el pobrecillo, se limita a levantar el hocico cuando escucha los molestos exabruptos caninos de su congénere.
El caminante que de vuelta del paseo matutino, comienza a transformarse en el trabajador autónomo al que nadie regala nada, mira con preocupación su reloj. Cerca de las siete y media de la mañana: debe irse a la carrera.
                       - ¡Adiós Raúl! Tengo prisa.
Raúl que pasea una spaniel breton ya mayorcita saluda condescenciente.
                       - ¡Adiós!Qué tengas buen día!
Ya en casa, durante unos instantes sobrecoge el chillido de don Petronio, el mochuelo, un maullido escandaloso que resuena contra la hilera de viviendas unifamiliares. Es su hora de irse a dormir y su manera de dar las buenas noches.
El esforzado autónomo, alertado por la rapaz avecilla, contempla con cierta envidia - es otoño y lunes por la mañana - como el mochuelo abandona el tejado y vuela hasta internarse entre las ramas del pino en que se encuentra su dormitorio. Allí don Petronio cerrará sus grandes ojos de lechuzo y dormirá. El currito quiere pensar que la última imagen que se proyectará sobre sus párpados, antes de que el Morfeo de los mochuelos lo acune entre sus brazos emplumados, será esa misma masía de Can Cucurella que al caminante le pareció flotaba entre las nubes.


Vicente
8-X-2018

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